sábado, 19 de octubre de 2013

El sol mayor de la alegría


     Te busco nadando entre sórdidas notas. Vibro al igual que las cuerdas al recordar tu expresión de incertidumbre, tu risa loca, tu mirada triste, todo de ti. Mientras me adentro en el mar de nostalgia musical que acompaña esta noche, veo cómo tonos enteros pasan por mis ojos, sin dejar rastros de sí mismos, como si existieran para decirme que los aprecie, que no los ignore, pero para mí siguen siendo hasta ahora, y hasta los más coloridos, sombras acústicas que repiten un nombre sin fuerza mientras los ejecuto, que se hacen menos frecuentes a mis oídos y mas ensordecedores a mi mente, porque el nombre que susurran en el pentagrama de mis recuerdos me marca, me estigmatiza de una forma que ellos solamente entienden. Por eso no se van. Por eso no descansan y se repiten una y otra vez paseándose como si mi vida y reminiscencias fueran cinco líneas de una hoja de papel que se resquebraja a medida que los plasmo en ella sin intención de hacerlo. No tienen dignidad ni orgullo. Solamente, en conjunto conmigo, esperan. Y no se cansan de esperar. En el amasijo que se forma alrededor de ellos, se encuentra uno que siempre quiere escapar. Vivaz y alegre pero débil e inseguro. Uno que me entiende muy bien. La intensidad y la presencia de los demás lo hacen ver denostado, sin moral, y peor aún, sin fuerzas. Incongruentemente él sólo es liberado cuando el nombre que susurran los demás tonos tristes y abigarrados en el apelmazado hastío musical se materializa, se hace tangible, se hace humano, pero esta vez, esta vez ese tono colorido de tantas alegrías, se siente cansado. Se siente triste. Se ha convertido en un tono menor del mundo de la tristeza y si sucede algo que lo sorprenda él volverá sin dudarlo.  No con la misma intensidad pero lo hará, poco a poco, en un vaivén sonoro que evoluciona con cada gesto de quien se lo permite, con cada espontaneidad, con cada ademán, con la misma mirada triste, cualquiera de las dos que queden. Pasará de ser el Sol menor de mis tristezas a ser el Sol mayor de alegrías y tantas cosas que llegan y se van en asunciones y panoramas de una ciudad lejana con muchos nombres desde que existe, y a pesar de que se vayan todas esas cosas que proveen alegrías, una vez más por ese nombre, las demás notas no podrán borrar su esplendor ni su hidalguía cuando pueda liberarse y salir al aire, y sonar limpio y diáfano como una mirada anhelada justo ahora. Lamentablemente, al igual que la felicidad del ejecutante sordo y absorto que siente las cuerdas en sus dedos muertos de tanto intentar revivirlas, su durabilidad es poca. Pasando nuevamente por la onda senoidal que lo convierte en lúgubre y sombrío, esperando, una vez más, surgir del fondo para alegrar las miradas cuerdófonas que rigen nuestra alegría. Por eso acá, sentado justo acá, no puedo salir de este letargo que me hace sentir tu indiferencia. Justo acá no puedo. Con cada cuerda mi corazón se estremece pero ya no más para esperar esa llegada, sino para acostumbrarme a estos nuevos compañeros de la soledad que nadan y chapotean conmigo en el mar verde y sucio de acordes que se han quedado sin vida y en el pantano de melodías que deja tu ausencia.

domingo, 13 de octubre de 2013

EQULIBRIO DE FUERZAS

     Recuerdo la última vez que recordé profundamente la historia. Sentado, con la mirada perdida al pizarrón, sólo me bastó escuchar aquella frase, aquella perturbadora frase: "Con toda acción ocurre siempre una reacción igual y contraria: quiere decir que las acciones mutuas de dos cuerpos siempre son iguales y dirigidas en sentido opuesto" . La profesora, con ademanes superfluos, enunció aquella ley siniestra como si se tratase de una maravilla mundial, que quizás sí se estableció para ser muy útil para algunos, pero para mí era aterradora. Al momento de escucharla mi mente se atiborró de los recuerdos de aquel día, de aquella historia. En tanto tiempo, hasta ahora que decido contarla, nunca la había pensado tan intensamente como en ese entonces, en un día de clases colorido que se hizo aciago con cada recuerdo. Mi cuerpo, mi integridad física, permaneció en el asiento, mientras que mi mente nadaba en un mar de imágenes retorcidas. Me vi como estaba aquella tarde hace tantos años, en la que sucedió todo. Recordé que era un día de semana corriente. Yo estaba esperando, como de costumbre, a que todos nos reuniéramos a llenarnos de tierra pateando un balón que procedía quién sabe de dónde en el mismo lugar de siempre. No recuerdo si contaba con diez o doce años, sólo sé que ya entendía ciertas cosas. Ese mismo día me dieron la noticia. Al momento no podía creerlo porque no habían pasado 24 horas desde que había visto a Luis por última vez. Recordé que eran las diez de la noche cuando él se despidió de mí diciéndome el pseudónimo que tanto me hacía reír. Eran las seis y treinta del otro día cuando me enteré. En ese momento no pensé en su hermano que era mi contemporáneo, sino que quedé en un shock consciente que se hacía más vivo a medida que analizaba la noticia. Luis estaba muerto. No recuerdo quién me lo dijo ni cómo, sólo sabía que había muerto. Pasó una hora, y todavía no pensaba en su hermano, ni en lo desconsolado que pudo haber estado en ese momento. Por mi mente pasaban como estrellas fugaces los recuerdos de su vida con nosotros, los que nos llenábamos de tierra intentando meter goles falsos solamente para hacer algo en las tardes. Recordaba que él dejaba a un lado su edad de hombre adulto y se volvía un niño para jugar con nosotros, y pensaba, sentado en el asfalto inclemente, cómo alguien tan vivaz y alegre pudo haber muerto en las circunstancias de él.
Caminé a casa confundido entre desolación y desconcierto. Sabía que debía ir a su velorio, aunque la persona que me dio la noticia me dijo que debíamos ir a su funeral. En el baño me di cuenta que esa persona confundió los términos y que en realidad era al velorio al que debíamos asistir. No sabía ni siquiera si yo estaría vivo para el tiempo en que fuera el funeral. Pero así es la gente, confunden términos siempre. Disculpen si a veces me vuelvo tangencial al relato.
Pasaron ciertas horas y Mamá se decidió a asistir. Yo en ese momento no sabía cómo había muerto. Buscaba en mis razonamientos alguna explicación y siempre concluía que debió ser un accidente. Nunca hubiera imaginado lo que en verdad sucedió. Para hacer la historia más corta y evitar contar momentos banales durante esa noche, allí estaba yo, en el lugar donde meten a la gente en cajas. Sentado, usando camisa almidonada y pantalón con carrera de pliegue, veía llorar a casi todos. Mamá cumplía con las obligaciones sociales de presentarse y unirse al dolor de los familiares con un abrazo. Yo no lo hice. Aun pensaba en cómo murió Luis. Sólo esperaba que Mamá consiguiera esa información a como diera lugar. Después de haberlo pensado, decidí verlo en la urna. Vacilé para llegar al lugar en donde estaba y me lamentaba de que ningún conocido de los juegos de fútbol estuviera allí para aliarme con él en tal empresa. Su hermano no había llegado para ese entonces. Así que pude llegar entre mi indecisión y tropezándome con coronas que reflejaban mensajes hipócritas de gente que no sabía exactamente cómo era Luis. Yo que lo sabía, o que creía saber cómo era, encontraba esos gestos como actos falaces. Al detenerme junto al féretro no lo vi de inmediato, analicé todo lo que estaba alrededor buscando pistas que me condujeran a saber cómo fue su muerte. Habían puesto una fotografía de él riendo en el revés interno de la tapa de la urna. Me pareció inusual. No conseguí más nada, a excepción de una nota al lado de la fotografía que decía: “Tu madre de igual forma te ama”. Eso fue revelador. Comencé a analizar ahora en función a algo que pudo haber sido trivial. Mientras recordaba eso me comparé con Perry Mason y sentí lástima de mí mismo. Sin embargo, para mí era una buena pista y en ese entonces ya descartaba la idea de que un accidente le quitó la vida. En ese momento no contaba con la lucidez necesaria para interpretar algo así pero sabía que detrás de ello se encontraba la verdad. Accedí a verlo. Estaba lívido, de un color verdoso. Podía ver sus dientes que en otros tiempos eran hilarantes y que en ese momento estaban manchados con el sarro de la muerte. Lo analicé. Tenía manchas en la cara. Pensé en golpes pero no parecían serlo, porque las manchas se hacían de tonalidades menos frecuentes en áreas específicas de su rostro. Me di cuenta de que era una gran mancha. Seguí viéndolo y me pareció absurda la ropa con la cual lo vistieron. Lo conocía desde que tenía siete años y nunca lo había visto con un suéter de cuello de tortuga. La conjugación de la foto, la nota de la madre adolorida que lloraba desconsolada en un rincón, y su atuendo de cierto modo anacrónico con su estilo de vida, revoloteaban en mi mente como revolotearon tantos papeles en las calles de Judibana el día de la tragedia de Amuay. Sabía que no podía interpretarlos o tal vez, conociendo al difunto como lo hacía, nunca abrí mi mente a posibilidades ominosas.
En el paroxismo de mis ideas su hermano llegó. No parecía devastado, más bien reflejaba decepción y vergüenza. Como era usual nos juntamos aparte de la congregación de gente que lloraba y comenzamos a hablar. No sabía si debía preguntarle, pero él me vio y me dijo: “entiendo si tú también piensas que mi familia está loca”. Yo no comprendí. Al observar mi turbación murmuró: “no te hagas el gafo”. “En realidad, no entiendo”, repliqué con intriga y él sacó una botellita de polipropileno llena de agua. Me ofreció y tomé porque en verdad tenía sed y los dos reímos cuando comentamos lo mal que sabía el agua que ofrecían en ese local para muertos: agua de muerte. Tomé, y al contacto del líquido con mi boca no tuve más opción que escupir bruscamente. En efecto era agua pero, agua de agave, o bueno, dejemos la terminología y llamémosla por su nombre: Aguardiente. No sabía que él necesitaba eso para controlar todo lo que sentía por la pérdida de su hermano mayor, su ejemplo y mentor de vida.
Después del ofrecimiento se atrevió a contarme, pero lo hizo tras un largo trago de esa sustancia que casi me mata. Al finalizar el relato no sabía si necesitaba un trago igual. Ese fue el momento donde decidí no creer lo que me había contado. Me fui. Dejé a Mamá y caminé desorientado por las calles y avenidas hasta mi casa. Lo hacía sin saber que en realidad caminaba. Mi mente estaba tratando de procesar lo más espantoso que puede escuchar un niño de diez años. Quizá en ese entonces, perdido en el aula, lo vi como algo un poco menos perturbador pero en aquel momento no lograba parear el muerto con ese gran amigo de otra generación que reía con todos y que parecía tan feliz. Estaba desconcertado y no tenía ganas de saber del mundo, tampoco tenía ganas de llorar. No sentía nada, sólo me perdí en el mundo de aquella muerte lóbrega. Si algo me había enseñado la historia de mi familia es que una mujer, en conjunto con sus partes íntimas, puede hacer que un hombre pierda la cabeza, pero para un niño de tan corta edad aquella revelación era un evento sin precedente. Tirado en la cama, viendo el techo, comencé a trasladarme al hecho que sabía recientemente. Básicamente fue así, - así lo creí en aquel entonces por no poder aceptar ciertas cosas- : Luis se había despedido de mí aquella noche- la noche anterior a lo sucedido- riendo. Entró a su casa donde no se encontraba nadie más que su novia, y fue allí donde comenzó la locura. Tal locura la catalogué como algo espontáneo y sin premeditación, como si se tratara, como dicen los absurdos evangélicos, de una obra del diablo. Aunque para dejar morir así a alguien como Luis, El Diablo y Jesús debían ser dos en uno. La única explicación lógica es que él estuviera loco, o que hubiera algo detrás de toda la historia que se conoció, la cual nunca creí. Dije: “la locura”, pero realmente no sé, y nadie lo sabe, si ellos discutieron antes de hacer lo que hicieron. Luis se despidió de mí llevando algo para cenar a su casa pero todos afirman que no cenaron. Nadie estaba en su casa porque había una reunión familiar lejos de la ciudad y él no asistió, ¿sería acaso que lo tenían premeditado? Me parece inverosímil que alguien que premedite algo así esa misma tarde ría tanto anotando goles con personas a las cuales duplicaba en edad con cierta expresión de felicidad pueril. El caso es que en la madrugada de ese día inescrutable, Luis y su novia se quitaron la vida simultáneamente, al mismo tiempo y del mismo modo. Con eso me quedé yo.
En el lugar donde lo hicieron, yo pasé muchos años jugando con su hermano. Ese día recordé aquel lugar terrorífico y sombrío. Había una especie de jaula externa en esa sección de la casa que dejaba una vista al cielo en las noches de calor. Luis  y su novia decidieron, por razones que nadie sabrá nunca, atravesar una soga a lo largo de las vigas y colocarse frente a frente en los extremos de la soga. Los dos subieron a bancos y se amarraron el cuello. En un tiempo determinado los dos accedieron a patear los banquitos inocentes utilizados para tal acción y el peso corporal de uno fue el culpable de la muerte del otro, utilizando el equilibrio de las fuerzas para un espectáculo mortal. Regocijándose en la muerte del amor, los retorcidos amantes veíanse morir lentamente. Imaginé que pudieron haberse dicho palabras de amor mientras los dos se bamboleaban entre el showbiz de la muerte. Para mí fue traumatizante. Teorías policiales dijeron que era una muerte fraudulenta porque la persona de mayor peso corporal debió morir más rápido, y en comparación con los dos cuerpos la mujer pudo haberse zafado del lazo que la llevaría al más allá, pero todos sostuvieron que fue un pacto de amor y que los amantes decidieron morir juntos. Pudo haber sucedido algo distinto pero nunca se sabrá, o por lo menos algunos seguirán sin aceptarlo, sólo se sabe que en el infierno, si es que existe, están colgados Luis y su novia, sintiéndose más unidos que nunca, suspendidos en los interminables valses de la muerte.
Luego de analizar pensé en varias opciones aquella noche. Luis era el único que tenía marca de soga, de una soga con grosor, según me enteré un tiempo después, la mujer no tenía la misma marca. Tenía una más fina, más delicada, como marca original. Como la que genera el estrangulamiento con un cable. La parte forense dijo que la marca de soga que presentaba la mujer era solamente generada por el peso de Luis y no porque esa soga la hubiera matado. Cuando me enteré de eso, recordé que habían rumores meses anteriores de que la novia de Luis mantenía una relación amorosa con un hombre de mi calle. A pesar de ese rumor, Luis y ella seguían juntos, y se le veía en las fiestas tomado de manos a ella. Aunque si algo mas me ha enseñado la historia de mi familia es que se puede vivir de apariencias. Analicé en un estado de incredulidad absurda la idea de que Luis, en un ataque de celos la hubiera matado por imaginarla unas calles cercanas a su casa con un hombre metido entre sus piernas pero en aquel entonces no creía que pudiera haber sucedido eso. Otra cosa que fue más intrigante aun fue el hecho de que meses después, me enteré que habían encontrado veneno de acción no letal en el cuerpo de Luis. Ahora parecía que la cara de la moneda había cambiado. Mis pretensiones a conseguir un culpable se enfocaban en la novia de Luis, aunque después sufrí de una acceso de calentura por darme cuenta que con lo endeble que era aquella muchacha nunca hubiera podido armar aquel espectáculo dantesco sin ayuda de alguien. Pero, para qué ayuda de alguien, para qué matar a Luis, ¿para quedarse con su amante que todas las tardes mientras Luis trabajaba la hacía subir a una montaña orgásmica? Era absurdo. En tal caso, ella no estaría muerta. En ese punto mi mente colapsó. Sin embargo, no pensaba en la realidad. Habían pasado meses y aun nada. No había nada para mí que suplantara la historia del pacto de amor. Nadie interpretó el veneno, ni mucho menos la divergencia de las marcas en el cuello de la mujer, todos, al igual que yo, queríamos creer en que los amantes decidieron irse en una decisión mutua. Lo único que había seguro era dos muertos que cumplían con la tercera ley de Newton. Dos personas que utilizaron sus pesos para llegar al equilibrio de la muerte. Y lo único que había eran personas que extrañaban a Luis. Mi hipótesis siempre fue por ese tiempo que alguien los mató a los dos y quería ridiculizarlos y hundirlos en lo más embarazoso que ofreciera la muerte. Hoy en día veo lo inocente que fui al querer creer eso. Me llaman loco pero así creía que había sido. No veía a Luis capaz de matar a alguien ni capaz de dejarse matar por una flacuchenta como su novia.
Con la mirada absorta sentí dos palmadas frente a mis ojos. “¿Acaso me presta atención, bachiller?”, me dijo una mujer que no reconocí al instante. En ese momento volví. Y pensaba en Luis de una forma menos intensa, como si pensarlo durante cinco minutos de explicación de clases me hubieran liberado de tantas cosas. Por eso reprobé ese examen. Cuando me tocó aplicar la Ley, en vez de dos bolas de metal en equilibrio que interactuaban entre sí para quedar inertes, hice dos personas, interactuando con la soga de la muerte hasta llegar al equilibrio de fuerzas.
  Hoy en día, cuando recuerdo eso de una manera remota y triste, me preguntó qué sería de él en este momento. Me siento alegre de haber tenido esa clase que me hizo a corto plazo acepar la realidad por fin. Me pregunto cuántos goles de mentira hubiéramos mentido para esta fecha. Me pregunto si seguiríamos riendo igual y si me seguiría llamando igual. Todo por imaginar hoy en día a un Luis que no existió, o que lo fue pero en su faceta más externa. No quiero recordar al Luis que me hizo escéptico, que me llenó de ideas absurdas para no aceptar lo que él era en el fondo, y que en realidad desprendió los órganos internos de la mujer con un bate de metal, y que luego la mató con un cable en su cuello. Al Luis que ideó la aplicación de la Ley, el que guindó a la mujer y utilizó el poco peso de ella para matarse, a ese Luis no quiero recordar porque sé que mientras moría, él sentía el regocijo de irse junto a ella, en una agonía de un tiempo lo suficientemente largo para decidir que sí quería esperar el equilibrio junto a su amada, y así fue.