EQULIBRIO DE FUERZAS
Recuerdo la última vez que recordé
profundamente la historia. Sentado, con la mirada perdida al pizarrón, sólo me
bastó escuchar aquella frase, aquella perturbadora frase: "Con toda acción ocurre siempre una reacción igual y contraria: quiere decir que las acciones mutuas de dos cuerpos siempre son iguales y dirigidas en sentido opuesto" .
La profesora, con ademanes superfluos, enunció aquella ley siniestra como si se
tratase de una maravilla mundial, que quizás sí se estableció para ser muy útil
para algunos, pero para mí era aterradora. Al momento de escucharla mi mente se
atiborró de los recuerdos de aquel día, de aquella historia. En tanto tiempo,
hasta ahora que decido contarla, nunca la había pensado tan intensamente como
en ese entonces, en un día de clases colorido que se hizo aciago con cada
recuerdo. Mi cuerpo, mi integridad física, permaneció en el asiento, mientras que
mi mente nadaba en un mar de imágenes retorcidas. Me vi como estaba aquella
tarde hace tantos años, en la que sucedió todo. Recordé que era un día de
semana corriente. Yo estaba esperando, como de costumbre, a que todos nos
reuniéramos a llenarnos de tierra pateando un balón que procedía quién sabe de
dónde en el mismo lugar de siempre. No recuerdo si contaba con diez o doce
años, sólo sé que ya entendía ciertas cosas. Ese mismo día me dieron la
noticia. Al momento no podía creerlo porque no habían pasado 24 horas desde que
había visto a Luis por última vez. Recordé que eran las diez de la noche cuando
él se despidió de mí diciéndome el pseudónimo que tanto me hacía reír. Eran las
seis y treinta del otro día cuando me enteré. En ese momento no pensé en su
hermano que era mi contemporáneo, sino que quedé en un shock consciente que se
hacía más vivo a medida que analizaba la noticia. Luis estaba muerto. No
recuerdo quién me lo dijo ni cómo, sólo sabía que había muerto. Pasó una hora,
y todavía no pensaba en su hermano, ni en lo desconsolado que pudo haber estado
en ese momento. Por mi mente pasaban como estrellas fugaces los recuerdos de su
vida con nosotros, los que nos llenábamos de tierra intentando meter goles
falsos solamente para hacer algo en las tardes. Recordaba que él dejaba a un
lado su edad de hombre adulto y se volvía un niño para jugar con nosotros, y
pensaba, sentado en el asfalto inclemente, cómo alguien tan vivaz y alegre pudo
haber muerto en las circunstancias de él.
Caminé a casa
confundido entre desolación y desconcierto. Sabía que debía ir a su velorio,
aunque la persona que me dio la noticia me dijo que debíamos ir a su funeral.
En el baño me di cuenta que esa persona confundió los términos y que en
realidad era al velorio al que debíamos asistir. No sabía ni siquiera si yo
estaría vivo para el tiempo en que fuera el funeral. Pero así es la gente,
confunden términos siempre. Disculpen si a veces me vuelvo tangencial al
relato.
Pasaron ciertas
horas y Mamá se decidió a asistir. Yo en ese momento no sabía cómo había
muerto. Buscaba en mis razonamientos alguna explicación y siempre concluía que
debió ser un accidente. Nunca hubiera imaginado lo que en verdad sucedió. Para
hacer la historia más corta y evitar contar momentos banales durante esa noche,
allí estaba yo, en el lugar donde meten a la gente en cajas. Sentado, usando
camisa almidonada y pantalón con carrera de pliegue, veía llorar a casi todos.
Mamá cumplía con las obligaciones sociales de presentarse y unirse al dolor de
los familiares con un abrazo. Yo no lo hice. Aun pensaba en cómo murió Luis.
Sólo esperaba que Mamá consiguiera esa información a como diera lugar. Después
de haberlo pensado, decidí verlo en la urna. Vacilé para llegar al lugar en
donde estaba y me lamentaba de que ningún conocido de los juegos de fútbol
estuviera allí para aliarme con él en tal empresa. Su hermano no había llegado
para ese entonces. Así que pude llegar entre mi indecisión y tropezándome con
coronas que reflejaban mensajes hipócritas de gente que no sabía exactamente
cómo era Luis. Yo que lo sabía, o que creía saber cómo era, encontraba esos
gestos como actos falaces. Al detenerme junto al féretro no lo vi de inmediato,
analicé todo lo que estaba alrededor buscando pistas que me condujeran a saber
cómo fue su muerte. Habían puesto una fotografía de él riendo en el revés
interno de la tapa de la urna. Me pareció inusual. No conseguí más nada, a
excepción de una nota al lado de la fotografía que decía: “Tu madre de igual
forma te ama”. Eso fue revelador. Comencé a analizar ahora en función a algo que
pudo haber sido trivial. Mientras recordaba eso me comparé con Perry Mason y
sentí lástima de mí mismo. Sin embargo, para mí era una buena pista y en ese
entonces ya descartaba la idea de que un accidente le quitó la vida. En ese
momento no contaba con la lucidez necesaria para interpretar algo así pero
sabía que detrás de ello se encontraba la verdad. Accedí a verlo. Estaba
lívido, de un color verdoso. Podía ver sus dientes que en otros tiempos eran
hilarantes y que en ese momento estaban manchados con el sarro de la muerte. Lo
analicé. Tenía manchas en la cara. Pensé en golpes pero no parecían serlo,
porque las manchas se hacían de tonalidades menos frecuentes en áreas
específicas de su rostro. Me di cuenta de que era una gran mancha. Seguí
viéndolo y me pareció absurda la ropa con la cual lo vistieron. Lo conocía
desde que tenía siete años y nunca lo había visto con un suéter de cuello de
tortuga. La conjugación de la foto, la nota de la madre adolorida que lloraba
desconsolada en un rincón, y su atuendo de cierto modo anacrónico con su estilo
de vida, revoloteaban en mi mente como revolotearon tantos papeles en las
calles de Judibana el día de la tragedia de Amuay. Sabía que no podía
interpretarlos o tal vez, conociendo al difunto como lo hacía, nunca abrí mi
mente a posibilidades ominosas.
En el paroxismo de
mis ideas su hermano llegó. No parecía devastado, más bien reflejaba decepción
y vergüenza. Como era usual nos juntamos aparte de la congregación de gente que
lloraba y comenzamos a hablar. No sabía si debía preguntarle, pero él me vio y
me dijo: “entiendo si tú también piensas que mi familia está loca”. Yo no
comprendí. Al observar mi turbación murmuró: “no te hagas el gafo”. “En
realidad, no entiendo”, repliqué con intriga y él sacó una botellita de
polipropileno llena de agua. Me ofreció y tomé porque en verdad tenía sed y los
dos reímos cuando comentamos lo mal que sabía el agua que ofrecían en ese local
para muertos: agua de muerte. Tomé, y al contacto del líquido con mi boca no
tuve más opción que escupir bruscamente. En efecto era agua pero, agua de agave,
o bueno, dejemos la terminología y llamémosla por su nombre: Aguardiente. No
sabía que él necesitaba eso para controlar todo lo que sentía por la pérdida de
su hermano mayor, su ejemplo y mentor de vida.
Después del
ofrecimiento se atrevió a contarme, pero lo hizo tras un largo trago de esa
sustancia que casi me mata. Al finalizar el relato no sabía si necesitaba un
trago igual. Ese fue el momento donde decidí no creer lo que me había contado.
Me fui. Dejé a Mamá y caminé desorientado por las calles y avenidas hasta mi
casa. Lo hacía sin saber que en realidad caminaba. Mi mente estaba tratando de
procesar lo más espantoso que puede escuchar un niño de diez años. Quizá en ese
entonces, perdido en el aula, lo vi como algo un poco menos perturbador pero en
aquel momento no lograba parear el muerto con ese gran amigo de otra generación
que reía con todos y que parecía tan feliz. Estaba desconcertado y no tenía
ganas de saber del mundo, tampoco tenía ganas de llorar. No sentía nada, sólo
me perdí en el mundo de aquella muerte lóbrega. Si algo me había enseñado la
historia de mi familia es que una mujer, en conjunto con sus partes íntimas,
puede hacer que un hombre pierda la cabeza, pero para un niño de tan corta edad
aquella revelación era un evento sin precedente. Tirado en la cama, viendo el
techo, comencé a trasladarme al hecho que sabía recientemente. Básicamente fue
así, - así lo creí en aquel entonces por no poder aceptar ciertas cosas- : Luis
se había despedido de mí aquella noche- la noche anterior a lo sucedido-
riendo. Entró a su casa donde no se encontraba nadie más que su novia, y fue
allí donde comenzó la locura. Tal locura la catalogué como algo espontáneo y
sin premeditación, como si se tratara, como dicen los absurdos evangélicos, de
una obra del diablo. Aunque para dejar morir así a alguien como Luis, El Diablo
y Jesús debían ser dos en uno. La única explicación lógica es que él estuviera
loco, o que hubiera algo detrás de toda la historia que se conoció, la cual
nunca creí. Dije: “la locura”, pero realmente no sé, y nadie lo sabe, si ellos
discutieron antes de hacer lo que hicieron. Luis se despidió de mí llevando
algo para cenar a su casa pero todos afirman que no cenaron. Nadie estaba en su
casa porque había una reunión familiar lejos de la ciudad y él no asistió,
¿sería acaso que lo tenían premeditado? Me parece inverosímil que alguien que
premedite algo así esa misma tarde ría tanto anotando goles con personas a las
cuales duplicaba en edad con cierta expresión de felicidad pueril. El caso es
que en la madrugada de ese día inescrutable, Luis y su novia se quitaron la vida
simultáneamente, al mismo tiempo y del mismo modo. Con eso me quedé yo.
En el lugar donde
lo hicieron, yo pasé muchos años jugando con su hermano. Ese día recordé aquel
lugar terrorífico y sombrío. Había una especie de jaula externa en esa sección
de la casa que dejaba una vista al cielo en las noches de calor. Luis y su novia decidieron, por razones que nadie
sabrá nunca, atravesar una soga a lo largo de las vigas y colocarse frente a
frente en los extremos de la soga. Los dos subieron a bancos y se amarraron el
cuello. En un tiempo determinado los dos accedieron a patear los banquitos
inocentes utilizados para tal acción y el peso corporal de uno fue el culpable
de la muerte del otro, utilizando el equilibrio de las fuerzas para un
espectáculo mortal. Regocijándose en la muerte del amor, los retorcidos amantes
veíanse morir lentamente. Imaginé que pudieron haberse dicho palabras de amor
mientras los dos se bamboleaban entre el showbiz de la muerte. Para mí fue
traumatizante. Teorías policiales dijeron que era una muerte fraudulenta porque
la persona de mayor peso corporal debió morir más rápido, y en comparación con
los dos cuerpos la mujer pudo haberse zafado del lazo que la llevaría al más
allá, pero todos sostuvieron que fue un pacto de amor y que los amantes
decidieron morir juntos. Pudo haber sucedido algo distinto pero nunca se sabrá,
o por lo menos algunos seguirán sin aceptarlo, sólo se sabe que en el infierno,
si es que existe, están colgados Luis y su novia, sintiéndose más unidos que
nunca, suspendidos en los interminables valses de la muerte.
Luego de analizar
pensé en varias opciones aquella noche. Luis era el único que tenía marca de
soga, de una soga con grosor, según me enteré un tiempo después, la mujer no
tenía la misma marca. Tenía una más fina, más delicada, como marca original.
Como la que genera el estrangulamiento con un cable. La parte forense dijo que
la marca de soga que presentaba la mujer era solamente generada por el peso de
Luis y no porque esa soga la hubiera matado. Cuando me enteré de eso, recordé
que habían rumores meses anteriores de que la novia de Luis mantenía una
relación amorosa con un hombre de mi calle. A pesar de ese rumor, Luis y ella seguían
juntos, y se le veía en las fiestas tomado de manos a ella. Aunque si algo mas
me ha enseñado la historia de mi familia es que se puede vivir de apariencias.
Analicé en un estado de incredulidad absurda la idea de que Luis, en un ataque
de celos la hubiera matado por imaginarla unas calles cercanas a su casa con un
hombre metido entre sus piernas pero en aquel entonces no creía que pudiera
haber sucedido eso. Otra cosa que fue más intrigante aun fue el hecho de que
meses después, me enteré que habían encontrado veneno de acción no letal en el
cuerpo de Luis. Ahora parecía que la cara de la moneda había cambiado. Mis pretensiones
a conseguir un culpable se enfocaban en la novia de Luis, aunque después sufrí
de una acceso de calentura por darme cuenta que con lo endeble que era aquella
muchacha nunca hubiera podido armar aquel espectáculo dantesco sin ayuda de
alguien. Pero, para qué ayuda de alguien, para qué matar a Luis, ¿para quedarse
con su amante que todas las tardes mientras Luis trabajaba la hacía subir a una
montaña orgásmica? Era absurdo. En tal caso, ella no estaría muerta. En ese
punto mi mente colapsó. Sin embargo, no pensaba en la realidad. Habían pasado
meses y aun nada. No había nada para mí que suplantara la historia del pacto de
amor. Nadie interpretó el veneno, ni mucho menos la divergencia de las marcas
en el cuello de la mujer, todos, al igual que yo, queríamos creer en que los
amantes decidieron irse en una decisión mutua. Lo único que había seguro era
dos muertos que cumplían con la tercera ley de Newton. Dos personas que
utilizaron sus pesos para llegar al equilibrio de la muerte. Y lo único que
había eran personas que extrañaban a Luis. Mi hipótesis siempre fue por ese
tiempo que alguien los mató a los dos y quería ridiculizarlos y hundirlos en lo
más embarazoso que ofreciera la muerte. Hoy en día veo lo inocente que fui al
querer creer eso. Me llaman loco pero así creía que había sido. No veía a Luis
capaz de matar a alguien ni capaz de dejarse matar por una flacuchenta como su
novia.
Con la mirada
absorta sentí dos palmadas frente a mis ojos. “¿Acaso me presta atención,
bachiller?”, me dijo una mujer que no reconocí al instante. En ese momento
volví. Y pensaba en Luis de una forma menos intensa, como si pensarlo durante
cinco minutos de explicación de clases me hubieran liberado de tantas cosas.
Por eso reprobé ese examen. Cuando me tocó aplicar la Ley, en vez de dos bolas
de metal en equilibrio que interactuaban entre sí para quedar inertes, hice dos
personas, interactuando con la soga de la muerte hasta llegar al equilibrio de
fuerzas.
Hoy en
día, cuando recuerdo eso de una manera remota y triste, me preguntó qué sería
de él en este momento. Me siento alegre de haber tenido esa clase que me hizo a
corto plazo acepar la realidad por fin. Me pregunto cuántos goles de mentira hubiéramos
mentido para esta fecha. Me pregunto si seguiríamos riendo igual y si me
seguiría llamando igual. Todo por imaginar hoy en día a un Luis que no existió,
o que lo fue pero en su faceta más externa. No quiero recordar al Luis que me
hizo escéptico, que me llenó de ideas absurdas para no aceptar lo que él era en
el fondo, y que en realidad desprendió los órganos internos de la mujer con un
bate de metal, y que luego la mató con un cable en su cuello. Al Luis que ideó
la aplicación de la Ley, el que guindó a la mujer y utilizó el poco peso de
ella para matarse, a ese Luis no quiero recordar porque sé que mientras moría,
él sentía el regocijo de irse junto a ella, en una agonía de un tiempo lo
suficientemente largo para decidir que sí quería esperar el equilibrio junto a
su amada, y así fue.
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